Matar. Morir. Vivir. La batalla de este Limes, de esta frontera, pone a todos de frente a la simplicidad de los misterios de la existencia que solo a un soldado o legionario en esos momentos le es dada su comprensión y su revelación: para vivir alguien más debe morir. Hay que matar para sobrevivir. Para que vivan otros, se debe morir. Rudos legionarios o altos oficiales encaran de la misma manera la existencia en su forma más elemental y primigenia, donde las contradicciones conviven en paz: no hay nadie que se pregunte si quiere vivir, pues todos lo desean desde el fondo de su alma, pero también tienen en la mente que la muerte marcha a su lado, bien pegada a cada uno, que ya les sonríe e igualmente no se preguntan si quieren morir, porque nadie lo desea, pero se hacen otras preguntas fundamentales: si voy a morir, cómo quiero que pase; si vivo, que sea sin tener ninguna vergüenza.
Cayo Lucio ha vuelto a ponerse al frente de su legión perdida, con los suyos, con los sobrevivientes a ese ataque de los beduinos que desató inesperadamente este cataclismo en el desierto en el que los dioses juegan con la vida de todos. Sabedores de su superioridad numérica, pero no táctica, la infantería beduina combate en masa y Cayo grita a Décimo Iunio que ordene, junto con la IV Martia, una formación en cuña. Esto rompe el centro del ejército nómada y parece empujar al enemigo cada vez más atrás.
Casio Veturio y Claudio Fannio junto con los de la XII Fulminata, combaten contra el cuerpo más numeroso del ejército beduino. La legión va cediendo terreno ante ese formidable empuje.
Alargar el frente de batalla era para las legiones indispensable para dividir a las fuerzas beduinas y restarles potencia, y de esa manera aumentar las mejores capacidades de maniobra del ejército legionario. Pero la fuerza y mayor número de los nómadas es un peso que las legiones no están pudiendo soportar. El empuje de los beduinos va forzando a todas las legiones a juntarse cada vez más y más.
Muy cerca de donde está Cayo Lucio, cae el portador del águila de la IV Martia y Cayo con ojos de incredulidad corre a recogerla, abriéndose paso a empujones y mandobles. Cuando toma el águila y la levanta de nuevo, se encuentra con el optio de esa legión Plaucio Deciano Flama quien agitado le dice: centurión, con todo respeto, déjame alzar a mí el águila de mi legión; no es que tú no seas digno, sino que además de proteger a esta águila, debes hacerlo también de los legionarios que estamos aquí.
No hay descanso para nadie y los príncipes ya combaten hombro con hombro con los veteranos triarios, Cayo Lucio y los demás perciben que es momento de entregar todo lo que tienen, que el desenlace está por llegar. Manio Sabino y Sexto Virgilio, junto con Casio Veturio, se enfrentan ellos solos a todo un grupo enorme de beduinos. No pueden evitar ser barridos y Cayo Lucio ve cómo son atravesados por las espadas enemigas por el frente y por las espaldas. Cayo, Casio Galo y Quinto Cornelio dan un alarido y corren hasta donde están sus amigos caídos. Claudio Fannio es el que llega allí antes y escupiendo polvo y arena grita: ¡Leukós, Leukós! ¿Dónde está Leukós, ese médico cuando se le necesita?
Manio Sabino y Sexto Virgilio han expirado ya, entre borbotones de sangre. Cayo Lucio llega ante el cuerpo masacrado de Casio Veturio. Con las manos ensangrentadas y polvorientas toma las de Cayo que llega presuroso. Eres mi amigo, centurión –le dice Casio-, vine hasta aquí porque siempre supe que los nuestros, los de la Ferrata, son inmortales para mí y que tú eres acorazado, como el nombre de nuestra legión, por eso te pido que los regreses adonde yo no pude. Un último suspiro y Casio Veturio aflojó el apretón de manos.