Encarnizamiento. Eso es lo que la batalla campal se ha convertido. Los gritos de los combatientes, al mezclarse, son ahora retumbos sordos que parecen provenir de un solo monstruo furioso que viene a devorar a cada uno de los que alzan la espada, sin importar el bando en que se encuentran. En la brega individual del combate, los sonidos son alaridos, gritos, gruñidos y aullidos desgarradores, destemplados, de hombres reducidos a su humanidad primitiva y elemental. Son dos realidades que se convierten en la misma circunstancia. Tal vez lo que determinaba ese alquimista, entre griego y egipcio adoptado en ese Limes, Hermes Trismegisto, creador del hermetismo: “Como es arriba, es abajo; como es adentro, es afuera”.
Lo oscuro o negro de la indumentaria beduina venía a parecer una nube o una mancha, pero era la que más se extendía, la que más se ensanchaba, la que más se agrandaba en las arenas del desierto. La legión romana ahí presente, si bien crecida ahora en número por el arribo de la Legio IV Martia, no se equiparaba al aluvión de los guerreros nómadas que se había conjurado en esa porción del desierto y que por su tamaño parecía engullir todo a su paso.
Cayo Lucio y Druso Corvo, junto con todos los legionarios presentes, combaten sin tener descanso ni turnos, lo mismo que los demás comandantes y oficiales. Una batalla campal en ese lugar del desierto del que no se sabe el nombre. Una batalla campal elegida por el destino, no tanto por los contendientes. La arena está sembrada de muertos y apenas alguien se puede mover en ese barro sangriento sin pisar un cadáver o un herido o un caballo agonizante.
Cayo Lucio cae y se vuelve a levantar, golpeado y herido, y se resbala como cervatillo recién nacido en el lodazal con sangre, pero con esa pasión de ver ese mundo nuevo que se le presenta y en el que jadea hinchando por primera vez sus pulmones. Para él es la escena iniciática de la vida sin garantías inmediatas de que va a sobrevivir al parto. Debe luchar para ganarse el derecho a vivir, para encontrar el camino a casa. Druso y él se ven cada tanto a los ojos, abiertos hasta el extremo por el peligro que enfrentan, cubiertos de sudor, arena, lodo y sangre, donde sus bocas apenas visibles se contraen en una mueca y como perros fieros aprietan los dientes mostrándoselos a quien se les pare enfrente.
Una formación de cuadrado de la legión seguida -después de un lapso- de otra en formación de flecha, hacen retroceder al ejército beduino, al igual que la turma legionaria ha hecho dar marcha atrás a la caballería nómada. Cayo está herido en un brazo y Druso en una pierna, pero combaten como si fueran jóvenes vélites recién llegados a la batalla.
Como si fuera un espejismo para los romanos, los beduinos solo han tomado un respiro y se reagrupan y contraatacan con la llegada de más elementos que nutren sus fuerzas. Los equites con Quinto Píctor y Aelio Prisco comandando, son fustigados por la caballería nómada y van cediendo los flancos. El número enorme de los guerreros beduinos empuja también el centro del ejército legionario. Una especie de ira por la desesperación invade a la legión y prodigan mandobles como enloquecidos, apretándose unos con otros.
El signifer que porta la enseña de la Ferrata, lo mismo que el aquilífero, con la piel y cabeza de lobo que cubre su casco y que alza el águila de la Legio IV Martia, muestran por qué sus compañeros los eligieron como los más bravos entre todos ellos y revolean sus emblemas en círculos, golpeando y matando a cuantos tienen a su alcance. Los legionarios ven que la presión de la horda beduina pone en compromiso los símbolos de su legión y en tropel se acercan a ellos para defenderlos, para que no sean ni siquiera tocados, ofreciendo su vida o matando al enemigo que se les aproxime, en un frenesí que los beduinos no aciertan a comprender.
Es un frenesí épico que a los romanos lo mismo les da que se vaya a cantar más adelante como una loa o como una elegía. La vida y la muerte valen aquí lo mismo.