Adormecidos o acostumbrados, en muchos lugares de México, normalizamos o ignoramos los niveles de violencia que se viven en otros rincones de nuestro país. Hemos visto desde personas colgadas, descabezadas y disueltas en ácido, hasta balaceras, secuestros, inseguridad en las calles y feminicidios rampantes.
Después de tres años, el actual gobierno federal vive en promesas perpetuas. Que en 2020 tendríamos un sistema de salud como Dinamarca, que el nuevo aeropuerto en 2022, que el tren maya en 2023, que los militares a sus cuarteles, que combatiría la pobreza, que creceríamos al 6%, que erradicaría la corrupción, que 80 millones de vacunados en julio. ¿La impunidad? Que ya no hay, dice López Obrador. (¿Sabrá él que la tasa de impunidad de los delitos en México es del 94%?) ¿Los medicamentos para los niños con cáncer? Que, ahora sí, ‘de la próxima semana no pasa’. Que iba a vivir en una casa normal. Que rifó un avión que, en realidad, no se rifó. Pero que pronto rifará un palco de un estadio de futbol.
Quizás lo más triste es que las principales víctimas de las mentiras, las promesas y la demagogia son precisamente los más necesitados. El presidente López Obrador les presenta repetitivamente una lucha reduccionista de buenos contra malos y reivindica al pueblo, que por definición es bueno, pero –como señala Luis Antonio Espino– ha sido ‘victimizado’ (y que muchas veces también se victimiza, agregaría yo) en manos de una supuesta élite corrupta. ¿Cómo no va a tener el presidente una elevada popularidad con ese discurso? Tanto este proceso de identidad, por lo tanto, con la gente, como la política del resentimiento son poderosísimos. Muchos de sus seguidores son impermeables a un tamiz crítico o a pruebas de racionalidad, porque su conexión no es racional, sino emocional.
De acuerdo con Espino, para sus votantes, López Obrador no fue contratado como un servidor público ni para ser medido por sus resultados. Es un redentor polarizador, conservador y nacionalista. A mi parecer, el presidente no es un ‘gran comunicador’, como dicen muchos, pero su fenómeno discursivo debe preocuparnos y ocuparnos. La verdad es que lo importante ha dejado de importar: debemos aceptar, de una vez por todas, que México no puede ser un mejor país si los pobres aumentan (ahora, en este gobierno, hay 10 millones más de pobres que antes), si la economía no crece (tan solo en 2019, antes de la pandemia, el PIB tuvo un crecimiento negativo de -0.1%) y si la inseguridad y la violencia siguen como están. Para muestra de esto último basta con ver las cifras de homicidios.
Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en 2017, México se colocó como la cuarta nación con la mayor cifra de homicidios del planeta. De acuerdo con datos del INEGI, en el último año del sexenio de Peña Nieto (2018), se registró un número récord de 36,000 homicidios. No obstante, en 2019, esa cifra se mantuvo y todo apunta a que, para 2020, la gravedad de este baño de sangre será igual.
Mientras que, entre 1998 y 2007, la tasa en México osciló –con tendencia a la baja– entre 9 y 12 homicidios por cada cien mil habitantes, después de esa fecha se disparó y, en 2017, alcanzó 28.9 homicidios por cada cien mil habitantes a nivel nacional. La relativa calma con que algunos mexicanos viven no es generalizable: si en Yucatán la tasa ronda los 2 homicidios por cien mil habitantes, Guanajuato, Baja California, Baja California Sur, Colima y Chihuahua han alcanzado cifras alarmantes: 59; 77; 93; 100; y 184 homicidios por cada cien mil habitantes respectivamente.
La violencia homicida se disparó en Sinaloa a partir de 2008, quedando atrás los tiempos en que se registraban alrededor de 300 homicidios al año. De conformidad con las cifras más recientes del INEGI, en 2019, la tasa en nuestra entidad fue de 37 homicidios por cada cien mil habitantes, una cifra más o menos constante en los últimos años y muy por encima de la media nacional.
Quien no vea este baño de sangre es porque está ciego. Hablamos de cientos de miles de muertos a nivel nacional. Desplazados, toques de queda y extorsiones, incapacidad para garantizar seguridad a los ciudadanos; reflejo de la pérdida del control territorial del Estado mexicano en beneficio de la delincuencia organizada. Menoscabo, por lo tanto, de la razón misma de ser del Estado. Uno conoce personas en Sinaloa que resultan ser desplazados. En redes sociales, se han vuelto normales las publicaciones de familiares que claman por los seres queridos que no volvieron a ver. Uno camina por las calles de Culiacán y Mazatlán y se observan tristemente por doquier carteles de mujeres y hombres desaparecidos.
En México, ha habido un sinnúmero de políticos ligados al narcotráfico. Sin embargo, este año se ha inaugurado oficialmente una nueva página de nuestra historia. La cantidad de políticos y candidatos asesinados en el reciente proceso electoral es estremecedora. La delincuencia organizada intervino, compró e inhibió el voto, puso y eliminó candidatos como nunca. El cambio parece mínimo, pero es cualitativamente preocupante. Es decir, podemos hablar por primera vez de auténticos narco gobernantes abiertamente.
Por su parte, el gobierno federal asume una posición francamente lamentable. No es que alguien tenga el afán abominable de nuevos golpes al ‘avispero’. El problema es que no se observa una estrategia clara, ni acciones distintas a las pasadas encaminadas a la militarización ni resultados diferentes. Ahí está el número de homicidios. El laissez faire, laissez passer de López Obrador frente a la delincuencia organizada puede redundar en connivencias que ya conocemos, pero la pax narca es siempre una ilusión. Sinaloa vive una calma que solo es aparente, tal y como el ‘culiacanazo’ de 2019 se encargó de recordárnoslo.
La recuperación del monopolio estatal de la violencia y del control territorial no parece ser prioridad del gobierno. Por omisión o connivencia, se agudiza la infiltración de la delincuencia organizada y el deterioro del Estado mexicano va en caída libre. El presidente –polarizador, demagogo e inepto– prefiere pelear cada día con molinos de viento: a veces es Krauze, Reforma, el New York Times, los fifís o España, otras veces es Loret o la clase media. La batalla que importa parece estar perdida. Y eso es desesperanzador.