Para comprender en algo lo que significa la impartición de justicia en México, habría que asistir a una diligencia judicial en algún juzgado del fuero común. Es una experiencia casi surrealista. Es como estar de paso por la dimensión desconocida, un lugar repleto de vericuetos y sorpresas, un reto a la cordura, donde decir la verdad puede traer funestas consecuencias.
Quién sabe por qué, pero a alguien se le ocurrió que era buena idea construir un juzgado frente a una vía del tren. Y ahí lo construyeron. Que no se diga que la justicia no llega a todos los rincones de México. En las escaleras de la entrada hay de todo como en botica. Lo mismo está el pintoresco y tradicional puesto de fruta fresca, de muy dudosa higiene y procedencia, que una bicicleta con tacos de canasta, o un changarrito donde una señora gorda, a la que apodan Lady Pelos, vende bolígrafos, códigos civiles y Constituciones de los Estados Unidos Mexicanos; no vaya a ser que a algún aboganster se le olvide de pronto lo aprendido en la Libre de Derecho.
“¿Una boleada, mi señor?”, le pregunta de repente un bolero a don Gaspar. Por la cara ojerosa y sin ilusiones del bolero, queda claro que trae una cruda espantosa (apenas es martes). Don Gaspar dice no con la cabeza y entra al juzgado en compañía del licenciado Piña, su abogado, y sus dos testigos. La sala donde se está ventilando el asunto de don Gaspar es espaciosa, al menos lo suficiente como para albergar al juez y a su tremenda corte; desde el archivista, hasta el actuario, pasando por Lucy, la secretaria de acuerdos, una cincuentona, cascarrabias y mala leche ,que no escucha bien de un oído.
El asunto de don Gaspar no es nada del otro mundo. Promovió un juicio para que se le reconozca como dueño de la casa donde vive desde hace más de quince años, la cual compró sin recibir la escritura por parte del dueño original (el demandado). Faltan diez minutos para la una de la tarde. Se supone que a la una será el interrogatorio de los testigos de don Gaspar. Pero estamos en el Estado de México, así que eso podría ocurrir como a la una, o a cualquier otra hora después de la una. En un juzgado mexicano el tiempo es elástico, como la justicia, excepto cuando se trata de la hora de salida.
Entre abogados te veas
Al licenciado Piña todos lo conocen en el juzgado. Es una especie de celebridad. Lo saludan, le gastan bromas, lo invitan a echarse una botana y unas cubas en la cantina que está a la vuelta del juzgado. Los testigos de don Gaspar están nerviosos; se supone que el licenciado Piña los preparó a conciencia para el interrogatorio. Les van a hacer preguntas muy precisas. Que desde cuándo conoce usted a don Gaspar. Que si le consta que el señor ha vivido en la propiedad durante quince años. Que si usted depende económicamente de él. En esa pregunta en especial, el licenciado Piña fue muy enfático con los dos testigos. Y sobre todo con Inocencio, el jardinero de la casa de don Gaspar, a quien se pidió que testifique en el juicio, dado que conoce a don Gaspar desde hace más de doce años. “Aunque seas el jardinero y te paguen -le dijo Piña a Inocencio una y otra vez- tienes que responder que no dependes económicamente de don Gaspar. Si dices que sí, se presta a sospechas y malas interpretaciones. Y nos pueden tirar el caso”. Lo que no tomaron en cuenta don Gaspar ni el licenciado Piña es que Inocencio había sido marino en sus juventudes. Y un militar, puede ser muy canijo, pero no sabe mentir. Mala cosa.
La verdad y nada más que la verdad
Es la una cincuenta y dos. Recién ha comenzado el interrogatorio. “¿Usted depende económicamente del señor Gaspar Salvatierra Domínguez”, le pregunta Lucy a Inocencio mirándolo fijamente a los ojos. Inocencio se queda pensando largo tiempo, meditando la respuesta. El licenciado le dijo infinidad de veces lo que tenía que contestar. ¡Qué tanto piensa! “Sí, sí dependo económicamente del señor Gaspar”, exclama Inocencio con aplomo, como si se sintiera orgulloso de decir la verdad. Inclusive Lucy se le queda mirando perpleja, como diciéndole no seas idiota, no debes contestar eso. ¿Qué no te dio tu curso el abogado?
El licenciado Piña pone los ojos en blanco, su cara de galán se desencaja. Sabe que cuando el juez revise el caso, difícilmente dictará una sentencia favorable a su cliente. Lo absurdo, casi inverosímil, es que por decir la verdad, el testimonio de Inocencio no ayuda para ganar el caso. Pero estamos en México y aquí no hay imposibles. La ley está pensada para poner obstáculos, pero a la vez siempre ofrece una alternativa para sacar el asunto adelante. Eso sí, en México nunca hay que meterse en un lío legal, si no se tiene dinero.
De a cómo no
Después del papelón de Inocencio, lo que sigue es el plan B. En unos días don Gaspar hablará con el licenciado Piña. El licenciado, que ya se la sabe de ida y vuelta, le dirá con tono sombrío que ve con muy poco optimismo la resolución del caso. Que después de lo ocurrido la cosa pinta muy difícil. Y entonces, de labios de don Gaspar, que no del licenciado, saldrá la propuesta de ofrecer dinero: ¿cuánto hay que darle al juez? Así ha sido siempre. Pero hoy, que se viven tiempos de cambio, no se puede hablar de una reforma al Poder judicial, si a la par no se plantea una transformación en la forma en la que se imparte justicia en México. Desde la fiscalía más picuda, hasta el juzgado más rascuache, nuestro sistema de justicia se rige, en muchos casos, por una serie interminable de leyes -escritas y no escritas- y procedimientos absurdos. El problema de que existan tantas leyes, es que se contradicen unas con otras y generan infinidad de interpretaciones maliciosas, de donde nacen los litigios y las desavenencias. Y una enorme corrupción. En México la justicia es ciega, hasta que el dinero la hace abrir un ojo.