/ viernes 9 de agosto de 2024

La voz del cácaro | De Paseo con el Diablo

A dos semanas del escándalo, medio mundo se pregunta, entre ellos el presidente y su gabinete de seguridad, cómo fue que el avión que llevó al Mayo Zambada y al hijo del Chapo Guzmán al aeropuerto de Nuevo México, no fue detectado por las autoridades mexicanas. Antes que especular, preferimos preguntarle a un piloto “sierrero”, de esos que conocen los cielos y las pistas clandestinas de Sinaloa, cómo se le hace para ser invisible. Esta es la crónica.


Despegamos a las 7.30 am entre un manto de niebla. Conforme ascendemos a las nubes que parecieran hechas de pinceladas sobre el cielo azul, las alas del avión se sacuden y crujen, recordándome lo frágil que puede ser un monomotor. N, el piloto, hace años que dejó de arriesgar el pellejo en la sierra de Sinaloa o en la de Chihuahua. Hoy la cosa es más relajada. N ya no vuela para el gobierno, se ha convertido en instructor de vuelo. Así que si hablamos de mañas, se sabe varias. Pero no todo lo aprendió en México, algunas cosas se las enseñaron los gringos. A veces las DEA, a veces el FBI.


-Eso de que el avión que llevó al Mayo al otro lado, salió de Hermosillo es puro cuento -me dice N con una mueca socarrona-. ¿Sabes de dónde salió? Salió de Chihuahua. Salió de “El Zorrillo”, una pista que está debajo del Mohinora, un cerro que cruza Sinaloa y Chihuahua. El “Zorrillo” queda del lado de Chihuahua. Ahora la pista ya está pavimentada, pero cuando yo aterrizaba ahí, era pura pinche tierra. Alrededor está lleno de plantíos de mota y de amapola. En la falda del cerro hay unas cabañas. El Chapo Guzmán se movía a sus anchas por ahí. Todo mundo lo sabía, excepto el gobierno. ¡Cómo no iban a saberlo, si hay dos cuarteles del Ejército ahí mero; uno al lado del pista y el otro en San José del Llano, del lado de Sinaloa.


-¿Y cómo sabes que el avión salió de “El Zorrillo’?” -le pregunto a N mientras gira la palanca de mando del avión y vamos en dirección al sol, el cual pareciera un enorme disco recortado contra el firmamento.

-¿Qué no viste en Internet las fotos del avión que llevó al Mayo al otro lado? En una de las fotos dice: “Guadalupe y Calvo”. Así se llama el pueblo que está cerca de la pista. Las fotos ya las borraron. -me dice N y señala el horizonte.


Alargo la vista. A lo lejos, ya se ve el mar. Es como un manto gigantesco que se extiende millas y millas, hasta que en la lejanía se funde con el cielo. Comenzamos a “borrasear” sobre la línea de la costa. De un lado todo es mar, del otro, puros cerros. Volamos muy bajito, tanto, que no puedo dejar de imaginarme que en algún momento las ruedas del avión van a tocar las olas que rompen debajo de nosotros. Es escalofriante, adictivo.


-¿Y cómo le hizo el piloto para que ni la Marina ni el Ejército vieran al avión que llevaba al Mayo? -lanzo la pregunta.


-No tuvo que hacer mucho. Nomás apagó el transponder -me dice N señalando un aparato en el tablero del avión, que se parece al radio de un coche-. El transponder sirve para que los controladores aéreos monitoreen el trayecto del avión. Digamos que mientras vas volando te tienen en su radar. Pero si apagas el aparato y vuelas bajito, el avión se vuelve invisible.


-¿Por eso despegaron de una pista y no de un aeropuerto, para ser invisibles? -exclamo yo.


-Claro. En un aeropuerto controlado hubieran tenido que pasar migración, aduana y sanidad. -dice N como si pensara en voz alta-. Además no les habrían autorizado el plan de vuelo. ¿Por qué? Porque el aeropuerto en Nuevo México, a donde aterrizaron, no es internacional. Y como no es internacional, no hay agentes de migración ni de aduanas. Ya todo estaba pactado. México nunca se enteró de que ese avión estaba en el aire. Pero los gringos sí. Y lo único que hicieron fue dejarlo entrar a su territorio. Ya estaban avisados de que el premio gordo iba en camino.


-¿Y el piloto dónde está? -interrumpo- al tiempo que viramos y nos alejamos del mar, cuyas aguas reverberan, detrás de nosotros, iluminadas por el sol.


-Es muy posible que no aparezca. -dice N negando con la cabeza-. Mira, quienquiera que haya volado ese avión, sólo hizo su chamba. Lo contrataron para llevar el avión de México a Estados Unidos. Y lo hizo bien. ¿Por qué tendrían que detenerlo los gringos? Un piloto que anda jalando para la maña, no pregunta. No le interesa saber a quién lleva arriba del avión. El entrega el “paquete” y desaparece. Y si te vi, ni me acuerdo.


-Muéstrame algo de lo que aprendiste cuando volabas en la sierra. -le digo de pronto a N con tono retador, como si quisiera ponerlo a prueba.


Los ojos de N se abren muy grandes. De un manotazo empuja la palanca de mando, haciendo que el avión se lance violentamente en picada. Pego un alarido. De pronto N jala la palanca hacia atrás. En una milésima de segundo el avión cambia de trayectoria y salimos disparados hacia arriba, igual que un cohete. El cielo cruza ante mis ojos como una ráfaga de luz. Siento que me estallan los oídos, flotamos dentro de la cabina del avión como si la fuerza de gravedad no existiera. Lo único que nos mantiene unidos a nuestros asientos es el cinturón de seguridad. El corazón me retumba. Y cuando siento como si mi cuerpo fuera a explotar, N estabiliza el avión y seguimos de largo por arriba de un cerro. Estoy temblando.


-Estás pálido, canijo. -exclama N con una sonrisa en la cara-. La primera vez es la difícil, ya luego de cinco o seis veces, le empiezas a agarrar el gusto.


“¿Y el Mayo Zambada?”, me pregunto en silencio con el cuerpo temblando y escurriendo un sudor frío. Quién sabe. Pero estoy seguro de que nunca olvidará aquel día que se lo llevaron. Y el gobierno mexicano tampoco.

A dos semanas del escándalo, medio mundo se pregunta, entre ellos el presidente y su gabinete de seguridad, cómo fue que el avión que llevó al Mayo Zambada y al hijo del Chapo Guzmán al aeropuerto de Nuevo México, no fue detectado por las autoridades mexicanas. Antes que especular, preferimos preguntarle a un piloto “sierrero”, de esos que conocen los cielos y las pistas clandestinas de Sinaloa, cómo se le hace para ser invisible. Esta es la crónica.


Despegamos a las 7.30 am entre un manto de niebla. Conforme ascendemos a las nubes que parecieran hechas de pinceladas sobre el cielo azul, las alas del avión se sacuden y crujen, recordándome lo frágil que puede ser un monomotor. N, el piloto, hace años que dejó de arriesgar el pellejo en la sierra de Sinaloa o en la de Chihuahua. Hoy la cosa es más relajada. N ya no vuela para el gobierno, se ha convertido en instructor de vuelo. Así que si hablamos de mañas, se sabe varias. Pero no todo lo aprendió en México, algunas cosas se las enseñaron los gringos. A veces las DEA, a veces el FBI.


-Eso de que el avión que llevó al Mayo al otro lado, salió de Hermosillo es puro cuento -me dice N con una mueca socarrona-. ¿Sabes de dónde salió? Salió de Chihuahua. Salió de “El Zorrillo”, una pista que está debajo del Mohinora, un cerro que cruza Sinaloa y Chihuahua. El “Zorrillo” queda del lado de Chihuahua. Ahora la pista ya está pavimentada, pero cuando yo aterrizaba ahí, era pura pinche tierra. Alrededor está lleno de plantíos de mota y de amapola. En la falda del cerro hay unas cabañas. El Chapo Guzmán se movía a sus anchas por ahí. Todo mundo lo sabía, excepto el gobierno. ¡Cómo no iban a saberlo, si hay dos cuarteles del Ejército ahí mero; uno al lado del pista y el otro en San José del Llano, del lado de Sinaloa.


-¿Y cómo sabes que el avión salió de “El Zorrillo’?” -le pregunto a N mientras gira la palanca de mando del avión y vamos en dirección al sol, el cual pareciera un enorme disco recortado contra el firmamento.

-¿Qué no viste en Internet las fotos del avión que llevó al Mayo al otro lado? En una de las fotos dice: “Guadalupe y Calvo”. Así se llama el pueblo que está cerca de la pista. Las fotos ya las borraron. -me dice N y señala el horizonte.


Alargo la vista. A lo lejos, ya se ve el mar. Es como un manto gigantesco que se extiende millas y millas, hasta que en la lejanía se funde con el cielo. Comenzamos a “borrasear” sobre la línea de la costa. De un lado todo es mar, del otro, puros cerros. Volamos muy bajito, tanto, que no puedo dejar de imaginarme que en algún momento las ruedas del avión van a tocar las olas que rompen debajo de nosotros. Es escalofriante, adictivo.


-¿Y cómo le hizo el piloto para que ni la Marina ni el Ejército vieran al avión que llevaba al Mayo? -lanzo la pregunta.


-No tuvo que hacer mucho. Nomás apagó el transponder -me dice N señalando un aparato en el tablero del avión, que se parece al radio de un coche-. El transponder sirve para que los controladores aéreos monitoreen el trayecto del avión. Digamos que mientras vas volando te tienen en su radar. Pero si apagas el aparato y vuelas bajito, el avión se vuelve invisible.


-¿Por eso despegaron de una pista y no de un aeropuerto, para ser invisibles? -exclamo yo.


-Claro. En un aeropuerto controlado hubieran tenido que pasar migración, aduana y sanidad. -dice N como si pensara en voz alta-. Además no les habrían autorizado el plan de vuelo. ¿Por qué? Porque el aeropuerto en Nuevo México, a donde aterrizaron, no es internacional. Y como no es internacional, no hay agentes de migración ni de aduanas. Ya todo estaba pactado. México nunca se enteró de que ese avión estaba en el aire. Pero los gringos sí. Y lo único que hicieron fue dejarlo entrar a su territorio. Ya estaban avisados de que el premio gordo iba en camino.


-¿Y el piloto dónde está? -interrumpo- al tiempo que viramos y nos alejamos del mar, cuyas aguas reverberan, detrás de nosotros, iluminadas por el sol.


-Es muy posible que no aparezca. -dice N negando con la cabeza-. Mira, quienquiera que haya volado ese avión, sólo hizo su chamba. Lo contrataron para llevar el avión de México a Estados Unidos. Y lo hizo bien. ¿Por qué tendrían que detenerlo los gringos? Un piloto que anda jalando para la maña, no pregunta. No le interesa saber a quién lleva arriba del avión. El entrega el “paquete” y desaparece. Y si te vi, ni me acuerdo.


-Muéstrame algo de lo que aprendiste cuando volabas en la sierra. -le digo de pronto a N con tono retador, como si quisiera ponerlo a prueba.


Los ojos de N se abren muy grandes. De un manotazo empuja la palanca de mando, haciendo que el avión se lance violentamente en picada. Pego un alarido. De pronto N jala la palanca hacia atrás. En una milésima de segundo el avión cambia de trayectoria y salimos disparados hacia arriba, igual que un cohete. El cielo cruza ante mis ojos como una ráfaga de luz. Siento que me estallan los oídos, flotamos dentro de la cabina del avión como si la fuerza de gravedad no existiera. Lo único que nos mantiene unidos a nuestros asientos es el cinturón de seguridad. El corazón me retumba. Y cuando siento como si mi cuerpo fuera a explotar, N estabiliza el avión y seguimos de largo por arriba de un cerro. Estoy temblando.


-Estás pálido, canijo. -exclama N con una sonrisa en la cara-. La primera vez es la difícil, ya luego de cinco o seis veces, le empiezas a agarrar el gusto.


“¿Y el Mayo Zambada?”, me pregunto en silencio con el cuerpo temblando y escurriendo un sudor frío. Quién sabe. Pero estoy seguro de que nunca olvidará aquel día que se lo llevaron. Y el gobierno mexicano tampoco.