/ viernes 28 de junio de 2024

La voz del cácaro | El OVNI y el Pescador

Lo que estoy a punto de narrar me lo contó un pescador de Ciudad Madero, Tamaulipas. Quizá no toda sea verdad, pero la experiencia, si es que ocurrió, resulta alucinante. ¿O alguno de quienes están leyendo esto, se ha topado alguna vez con un OVNI en medio de una tormenta?

Ni siquiera puedo sentir mi cuerpo ni mi sangre corriendo por mis venas. No sé cuánto tiempo llevo flotando aquí, a la deriva. Debieron haber pasado muchas horas desde que se fue la tormenta. Por un momento la luna se asomó en el cielo negro, pero se escondió. Pude ver mis manos y luego todo volvió a la oscuridad. Pocas cosas hay tan aterradoras como el mar de noche. Es como estar atrapado en medio de un limbo, donde no hay atrás ni adelante. No hay izquierda ni derecha. Sólo hay arriba y abajo. Eres una raya en la infinitud del océano. Lo que te paraliza del miedo es pensar que en cualquier momento, debajo de las aguas pueda surgir algo que te trague sin que lo puedas ver. Es una sensación que te enloquece. A la muerte hay que mirarla de frente. Al menos para saber de qué te moriste.

Se supone que Nicanor iba a venir con nosotros en la lancha, pero todavía andaba muy drogado. Fumó mucha piedra y cuando fuma se pierde. Le llamé a mi cuñado, al Caguamo, y me fui al mar con él. Íbamos a pescar robalo con el arpón. Ya habían dicho que se venía la tormenta. Pero cuando hay necesidad, te la tienes que rifar. Cuando salimos el cielo ya estaba encapotado y el viento soplaba recio. Agarramos por el rumbo de Playa Miramar, allá por donde dicen que se aparecen los ovnis. El Caguamo dice que los ha visto salir y entrar en el agua. Inche Caguamo, es bien hablador. Y bien fantasioso. Como la mayoría de la gente. Puras invenciones para sacar dinero. Ya también inventaron que hay una base alienígena debajo del mar.

Hace un rato que pasamos la escollera. Vamos mar adentro. Las gotas de lluvia comienzan a caer sobre nosotros. Es como un rocío muy fino que se te pega al cuerpo. Se siente el bochorno, estamos empapados. En el horizonte se asoma un remolino recortándose contra el cielo color de plomo. Es enorme con forma de embudo. Parece como si bajara de las nubes encrespadas y se incrustara en la superficie del mar. Pocos llegan a escapar de la furia de algo así. La lancha se mece de un lado a otro; la marea está subiendo. El bramido angustioso del viento se extiende sobre las olas, que crecen y chocan unas contra otras, como si forcejearan.

Un ejército de gaviotas salen en desbandada, mientras el fulgor de un relámpago ilumina los gigantescos nubarrones a punto de desbordarse. El Caguamo me hace una seña para que regresemos. Su mano sujeta la manivela del motor y damos la vuelta. El cambio de rumbo es violento, ya no hay tiempo. En la lejanía el embudo de agua y nubes viene hacia nosotros. Su rugido es ensordecedor, sobre su cresta los rayos revientan uno tras otro como si fueran una cascada de luz.

Me acuerdo de repente de ese cuento, de que los alienígenas que habitan debajo del mar, protegen a Tampico de huracanes y tormentas. No veo un platillo volador o a una nave espacial. Si nos carga la chingada al Caguamo y a mí, nadie va a hacer nada. ¿Quién podría hacer algo? ¿Cómo paras una tormenta? Las olas revientan en la proa de la lancha; nos abrimos paso y nos sacudimos de un lado a otro. El Caguamo va muy pálido, su cara crispada escurre agua. Su mano acelera el motor. Tenemos que llegar a la costa, el remolino viene detrás de nosotros.

Entonces debajo de la lancha se escucha un estruendo, que se extiende y resuena portentoso entre la tormenta. Es como si algo hubiera explotado en el fondo del mar. El eco y la vibración suben como un relámpago hasta que alcanzan la superficie. Ya ahí, el agua se levanta y el mar se abre. Un golpazo me estalla en la cabeza, todo me da vueltas. Siento un arañazo que me desgarra el estómago. El agua salada cubre todo mi cuerpo. Me hundo. Pero antes puedo ver al Caguamo y a la lancha; van volando entre el remolino como si fueran de papel. Saco la cabeza del agua, pego una bocanada de aire con desesperación, el chaleco salvavidas evita que me hunda de nuevo.

Me quema los ojos el agua salada, se atiborra dentro de mi nariz. Una ráfaga de luz emerge del mar. Es un fulgor potentísimo, cegador, como si fuese la luz del sol del medio día. Una ola me levanta por los aires, me lanza en medio del vendaval. Caigo y me sumerjo dentro de otra ola más grande. Apenas asomo la cabeza, lo veo. Es un disco gigantesco. Podría ser del tamaño de un diamante de béisbol. Se bambolea de un lado al otro sobre las olas, rodeado de una cortina vaporosa. En los costados tiene una serie de escotillas; debajo de las escotillas unos cilindros de luz lanzan su resplandor sobre las toneladas de agua embravecida.

En una fracción de segundo el disco sale disparado al cielo igual que un rayo. Y ya que ha tocado las nubes, se queda girando con su luz cegadora. Luego se deja caer y se clava en las aguas del océano con la misma furia con la que emergió. De pronto se hace el silencio y la calma lo invade todo. Ha dejado de llover; las olas se mecen con suavidad acariciadas por la brisa. Ha anochecido de repente. Me quedo flotando abrazado de uno de los remos de la lancha. Sólo pienso en el Caguamo. ¿Qué le voy a decir a mi hermana, que nos atropelló un OVNI? Y mientras sigo aquí. Esperando que algo surja debajo del agua y me trague. Pocas cosas hay tan aterradoras como el mar de noche.

Lo que estoy a punto de narrar me lo contó un pescador de Ciudad Madero, Tamaulipas. Quizá no toda sea verdad, pero la experiencia, si es que ocurrió, resulta alucinante. ¿O alguno de quienes están leyendo esto, se ha topado alguna vez con un OVNI en medio de una tormenta?

Ni siquiera puedo sentir mi cuerpo ni mi sangre corriendo por mis venas. No sé cuánto tiempo llevo flotando aquí, a la deriva. Debieron haber pasado muchas horas desde que se fue la tormenta. Por un momento la luna se asomó en el cielo negro, pero se escondió. Pude ver mis manos y luego todo volvió a la oscuridad. Pocas cosas hay tan aterradoras como el mar de noche. Es como estar atrapado en medio de un limbo, donde no hay atrás ni adelante. No hay izquierda ni derecha. Sólo hay arriba y abajo. Eres una raya en la infinitud del océano. Lo que te paraliza del miedo es pensar que en cualquier momento, debajo de las aguas pueda surgir algo que te trague sin que lo puedas ver. Es una sensación que te enloquece. A la muerte hay que mirarla de frente. Al menos para saber de qué te moriste.

Se supone que Nicanor iba a venir con nosotros en la lancha, pero todavía andaba muy drogado. Fumó mucha piedra y cuando fuma se pierde. Le llamé a mi cuñado, al Caguamo, y me fui al mar con él. Íbamos a pescar robalo con el arpón. Ya habían dicho que se venía la tormenta. Pero cuando hay necesidad, te la tienes que rifar. Cuando salimos el cielo ya estaba encapotado y el viento soplaba recio. Agarramos por el rumbo de Playa Miramar, allá por donde dicen que se aparecen los ovnis. El Caguamo dice que los ha visto salir y entrar en el agua. Inche Caguamo, es bien hablador. Y bien fantasioso. Como la mayoría de la gente. Puras invenciones para sacar dinero. Ya también inventaron que hay una base alienígena debajo del mar.

Hace un rato que pasamos la escollera. Vamos mar adentro. Las gotas de lluvia comienzan a caer sobre nosotros. Es como un rocío muy fino que se te pega al cuerpo. Se siente el bochorno, estamos empapados. En el horizonte se asoma un remolino recortándose contra el cielo color de plomo. Es enorme con forma de embudo. Parece como si bajara de las nubes encrespadas y se incrustara en la superficie del mar. Pocos llegan a escapar de la furia de algo así. La lancha se mece de un lado a otro; la marea está subiendo. El bramido angustioso del viento se extiende sobre las olas, que crecen y chocan unas contra otras, como si forcejearan.

Un ejército de gaviotas salen en desbandada, mientras el fulgor de un relámpago ilumina los gigantescos nubarrones a punto de desbordarse. El Caguamo me hace una seña para que regresemos. Su mano sujeta la manivela del motor y damos la vuelta. El cambio de rumbo es violento, ya no hay tiempo. En la lejanía el embudo de agua y nubes viene hacia nosotros. Su rugido es ensordecedor, sobre su cresta los rayos revientan uno tras otro como si fueran una cascada de luz.

Me acuerdo de repente de ese cuento, de que los alienígenas que habitan debajo del mar, protegen a Tampico de huracanes y tormentas. No veo un platillo volador o a una nave espacial. Si nos carga la chingada al Caguamo y a mí, nadie va a hacer nada. ¿Quién podría hacer algo? ¿Cómo paras una tormenta? Las olas revientan en la proa de la lancha; nos abrimos paso y nos sacudimos de un lado a otro. El Caguamo va muy pálido, su cara crispada escurre agua. Su mano acelera el motor. Tenemos que llegar a la costa, el remolino viene detrás de nosotros.

Entonces debajo de la lancha se escucha un estruendo, que se extiende y resuena portentoso entre la tormenta. Es como si algo hubiera explotado en el fondo del mar. El eco y la vibración suben como un relámpago hasta que alcanzan la superficie. Ya ahí, el agua se levanta y el mar se abre. Un golpazo me estalla en la cabeza, todo me da vueltas. Siento un arañazo que me desgarra el estómago. El agua salada cubre todo mi cuerpo. Me hundo. Pero antes puedo ver al Caguamo y a la lancha; van volando entre el remolino como si fueran de papel. Saco la cabeza del agua, pego una bocanada de aire con desesperación, el chaleco salvavidas evita que me hunda de nuevo.

Me quema los ojos el agua salada, se atiborra dentro de mi nariz. Una ráfaga de luz emerge del mar. Es un fulgor potentísimo, cegador, como si fuese la luz del sol del medio día. Una ola me levanta por los aires, me lanza en medio del vendaval. Caigo y me sumerjo dentro de otra ola más grande. Apenas asomo la cabeza, lo veo. Es un disco gigantesco. Podría ser del tamaño de un diamante de béisbol. Se bambolea de un lado al otro sobre las olas, rodeado de una cortina vaporosa. En los costados tiene una serie de escotillas; debajo de las escotillas unos cilindros de luz lanzan su resplandor sobre las toneladas de agua embravecida.

En una fracción de segundo el disco sale disparado al cielo igual que un rayo. Y ya que ha tocado las nubes, se queda girando con su luz cegadora. Luego se deja caer y se clava en las aguas del océano con la misma furia con la que emergió. De pronto se hace el silencio y la calma lo invade todo. Ha dejado de llover; las olas se mecen con suavidad acariciadas por la brisa. Ha anochecido de repente. Me quedo flotando abrazado de uno de los remos de la lancha. Sólo pienso en el Caguamo. ¿Qué le voy a decir a mi hermana, que nos atropelló un OVNI? Y mientras sigo aquí. Esperando que algo surja debajo del agua y me trague. Pocas cosas hay tan aterradoras como el mar de noche.