/ viernes 6 de enero de 2023

La voz del cácaro | Ser Dios por un Segundo

¿Quién no se ha sentido alguna vez tentado a jugar a ser Dios? ¿Acaso no nos convertimos automáticamente en dioses cotidianos cuando adoptamos una mascota o una planta? Ah, pero una cosa es ser el dios de un perico o de un perro, o de un cactus, que ser el dios de una pandilla de colibríes. Es como poseer un ejército de sicarios, de guerreros con alas y pico, endemoniadamente rápidos y letales, capaces de convertir un apacible jardín en un matadero.

Silvia odiaba a las aves. A decir verdad no las odiaba, simplemente le causaban una extraña repulsión. Eso hasta que se enteró de que los colibríes son los únicos pájaros que viven a una hora de morir. Eso sí que la impactó profundamente. Según el documental que vio en el celular, un colibrí, para permanecer con vida, debe alimentase cada quince minutos. Es tal el gasto de energía que demanda el aleteo de sus pequeñas alas, que si no chupa una buena cantidad de néctar, sencillamente se muere. Además, según los mayas, los colibríes son los mensajeros de los dioses. Son los encargados de llevar buenos pensamientos entre los vivos y los difuntos, por eso tienen permitido entrar y salir del inframundo a su antojo.

A Silvia todo eso le fascinó. Quizá porque para ganarse la vida, Silvia tenía que lidiar con la muerte diariamente. Mejor dicho, con la muerte del prójimo. Todos los días, o casi todos, llegaba hasta su viejo escritorio alguien con un difuntito al que le urgía recibir cristiana sepultura. Silvia le mostraba las opciones al cliente. Había de dos sopas, podía ser enterrado en el panteón de gama fifí, en la ladera de una cañada con terrazas con jardines muy verdes y mausoleos de mármol, o en el panteón de los jodidos, en la ladera del cerro de enfrente, con sobrepoblación de tumbas y bardeado de lámina. Y un chingo de cascajo por todos lados.

Cada mañana antes de ir a chambear, Silvia salía al jardín de la casa de huéspedes donde vivía. Si algo la hacía encabronar, era que los cuervos picotearan sus macetas sembradas con epazote. No tenían piedad. A veces se comían todas las hojas del epazote y nomás dejaban el tallo pelón. O de plano, arrancaban el epazote de cuajo y levantaban el vuelo en fuga, cual vulgares rateros.

Luego del revisar el epazote, Silvia cogía una escalera y trepaba hasta alcanzar el bebedero para colibríes que colgaba de las ramas de un cedro. Lentamente vertía agua con azúcar dentro del bebedero y con delicadeza volvía a dejarlo colgado de la rama.

Era como un ritual, el ritual mañanero de Silvia, en el que los colibríes revoloteaban alrededor de ella batiendo sus alas y produciendo un sonido inquietante, parecido al de los abejorros. Todos estaban alerta. Hambrientos. La miraban con sus ojillos brillantes y codiciosos, y sus picos alargados como sables. De sus gargantas surgía un berrido muy agudo en el que había cierta emoción; se diría que era una especie de agradecimiento a Silvia por la comida del día. Era tal la docilidad mostrada por la pandilla de colibríes, que más de una vez Silvia había pensado que bastaría con que diera una orden al aire, o hiciera un simple ademán, para que aquellos bichos la obedecieran como si se tratara de un dios. De ser la insignificante recepcionista de las oficinas de un panteón -pensaba Silvia-, se había convertido en el dios de alguien.

Con la llegada de la pandemia de Covid, la chamba en el panteón se puso muy ruda. Había días en las que el crematorio no se daba abasto. Los cadáveres se apilaban sobre una enorme plancha de metal, y ahí se quedaban todo el santo día, tiesos, esperando pacientemente su turno de entrar al horno. Hasta para cuajarse hay que hacer fila. Cuando eso ocurría, Silvia tenía que dejar su escritorio para echar la mano en lo que se ofreciera. A veces había que darles sus buenos martillazos a los cuerpos para quebrarles los huesos, o simplemente embarrarlos de petróleo para que agarraran lumbre parejito.

Una mañana que Silvia volvió de la chamba, luego de pasar toda la noche en el crematorio, se topó con un cuervo en el jardín. Estaba comiendo un tallo de epazote. El muy cabrón. Era corpulento de un plumaje muy negro. Silvia sintió que la sangre le hervía, estaba temblando. Sin pensarlo se abalanzó rabiosa sobre el pajarraco dando manotazos. El bicho se elevó sin esfuerzo y fue y se paró en la barda del jardín, y se le quedó mirando muy circunspecto, con el tallo de epazote en su negro pico, como si se estuviera riendo de ella.

Silvia giró la vista. Pudo ver que un colibrí revoloteaba sobre su cabeza. Más allá había otros dos, estaban parados en la rama de una enredadera mirándola. Silvia fue y se plantó debajo del bebedero. Se quedó muy quieta. De pronto una ráfaga de zumbidos hizo crepitar las hojas del cedro. Los colibríes comenzaron a cruzar entre las ramas como flechas; iban y venían para luego quedarse suspendidos en el aire con los ojillos fijos en Silvia. Era como si estuviesen sometidos a ella, esperando que les ordenara qué hacer. “Agarren a ese cabrón y pónganle una madriza”, exclamó Silvia de pronto. No pensó en lo que dijo. Sólo lo dijo.

El cuervo trató de elevarse, pero uno de los colibríes le bloqueó el escape, mientras otros dos le lanzaban de picotazos en la cabeza. El cuervo aterrizó en el pasto aturdido. Se elevó por un instante queriendo volar, pero una ráfaga cruzó a su lado y lo hizo desplomarse de nuevo soltando graznidos. Los colibríes lo tenían rodeado. Le lanzaban de estocadas con sus picos, hiriéndole las alas y las plumas de la cola. Uno le abrió el pecho de repente como si le hubiera asestado una puñalada. El cuervo no se movió más. Quedó ahí, tendido de costado sobre el pasto, con las patas y las garras tiesas y las tripas de fuera. Silvia miraba estupefacta su obra. Sí. Se había convertido en un dios. Un dios colérico y vengativo, cuyos hijos eran tan malvados como ella. Ahora lo único que le faltaba era inventarles una religión.

¿Quién no se ha sentido alguna vez tentado a jugar a ser Dios? ¿Acaso no nos convertimos automáticamente en dioses cotidianos cuando adoptamos una mascota o una planta? Ah, pero una cosa es ser el dios de un perico o de un perro, o de un cactus, que ser el dios de una pandilla de colibríes. Es como poseer un ejército de sicarios, de guerreros con alas y pico, endemoniadamente rápidos y letales, capaces de convertir un apacible jardín en un matadero.

Silvia odiaba a las aves. A decir verdad no las odiaba, simplemente le causaban una extraña repulsión. Eso hasta que se enteró de que los colibríes son los únicos pájaros que viven a una hora de morir. Eso sí que la impactó profundamente. Según el documental que vio en el celular, un colibrí, para permanecer con vida, debe alimentase cada quince minutos. Es tal el gasto de energía que demanda el aleteo de sus pequeñas alas, que si no chupa una buena cantidad de néctar, sencillamente se muere. Además, según los mayas, los colibríes son los mensajeros de los dioses. Son los encargados de llevar buenos pensamientos entre los vivos y los difuntos, por eso tienen permitido entrar y salir del inframundo a su antojo.

A Silvia todo eso le fascinó. Quizá porque para ganarse la vida, Silvia tenía que lidiar con la muerte diariamente. Mejor dicho, con la muerte del prójimo. Todos los días, o casi todos, llegaba hasta su viejo escritorio alguien con un difuntito al que le urgía recibir cristiana sepultura. Silvia le mostraba las opciones al cliente. Había de dos sopas, podía ser enterrado en el panteón de gama fifí, en la ladera de una cañada con terrazas con jardines muy verdes y mausoleos de mármol, o en el panteón de los jodidos, en la ladera del cerro de enfrente, con sobrepoblación de tumbas y bardeado de lámina. Y un chingo de cascajo por todos lados.

Cada mañana antes de ir a chambear, Silvia salía al jardín de la casa de huéspedes donde vivía. Si algo la hacía encabronar, era que los cuervos picotearan sus macetas sembradas con epazote. No tenían piedad. A veces se comían todas las hojas del epazote y nomás dejaban el tallo pelón. O de plano, arrancaban el epazote de cuajo y levantaban el vuelo en fuga, cual vulgares rateros.

Luego del revisar el epazote, Silvia cogía una escalera y trepaba hasta alcanzar el bebedero para colibríes que colgaba de las ramas de un cedro. Lentamente vertía agua con azúcar dentro del bebedero y con delicadeza volvía a dejarlo colgado de la rama.

Era como un ritual, el ritual mañanero de Silvia, en el que los colibríes revoloteaban alrededor de ella batiendo sus alas y produciendo un sonido inquietante, parecido al de los abejorros. Todos estaban alerta. Hambrientos. La miraban con sus ojillos brillantes y codiciosos, y sus picos alargados como sables. De sus gargantas surgía un berrido muy agudo en el que había cierta emoción; se diría que era una especie de agradecimiento a Silvia por la comida del día. Era tal la docilidad mostrada por la pandilla de colibríes, que más de una vez Silvia había pensado que bastaría con que diera una orden al aire, o hiciera un simple ademán, para que aquellos bichos la obedecieran como si se tratara de un dios. De ser la insignificante recepcionista de las oficinas de un panteón -pensaba Silvia-, se había convertido en el dios de alguien.

Con la llegada de la pandemia de Covid, la chamba en el panteón se puso muy ruda. Había días en las que el crematorio no se daba abasto. Los cadáveres se apilaban sobre una enorme plancha de metal, y ahí se quedaban todo el santo día, tiesos, esperando pacientemente su turno de entrar al horno. Hasta para cuajarse hay que hacer fila. Cuando eso ocurría, Silvia tenía que dejar su escritorio para echar la mano en lo que se ofreciera. A veces había que darles sus buenos martillazos a los cuerpos para quebrarles los huesos, o simplemente embarrarlos de petróleo para que agarraran lumbre parejito.

Una mañana que Silvia volvió de la chamba, luego de pasar toda la noche en el crematorio, se topó con un cuervo en el jardín. Estaba comiendo un tallo de epazote. El muy cabrón. Era corpulento de un plumaje muy negro. Silvia sintió que la sangre le hervía, estaba temblando. Sin pensarlo se abalanzó rabiosa sobre el pajarraco dando manotazos. El bicho se elevó sin esfuerzo y fue y se paró en la barda del jardín, y se le quedó mirando muy circunspecto, con el tallo de epazote en su negro pico, como si se estuviera riendo de ella.

Silvia giró la vista. Pudo ver que un colibrí revoloteaba sobre su cabeza. Más allá había otros dos, estaban parados en la rama de una enredadera mirándola. Silvia fue y se plantó debajo del bebedero. Se quedó muy quieta. De pronto una ráfaga de zumbidos hizo crepitar las hojas del cedro. Los colibríes comenzaron a cruzar entre las ramas como flechas; iban y venían para luego quedarse suspendidos en el aire con los ojillos fijos en Silvia. Era como si estuviesen sometidos a ella, esperando que les ordenara qué hacer. “Agarren a ese cabrón y pónganle una madriza”, exclamó Silvia de pronto. No pensó en lo que dijo. Sólo lo dijo.

El cuervo trató de elevarse, pero uno de los colibríes le bloqueó el escape, mientras otros dos le lanzaban de picotazos en la cabeza. El cuervo aterrizó en el pasto aturdido. Se elevó por un instante queriendo volar, pero una ráfaga cruzó a su lado y lo hizo desplomarse de nuevo soltando graznidos. Los colibríes lo tenían rodeado. Le lanzaban de estocadas con sus picos, hiriéndole las alas y las plumas de la cola. Uno le abrió el pecho de repente como si le hubiera asestado una puñalada. El cuervo no se movió más. Quedó ahí, tendido de costado sobre el pasto, con las patas y las garras tiesas y las tripas de fuera. Silvia miraba estupefacta su obra. Sí. Se había convertido en un dios. Un dios colérico y vengativo, cuyos hijos eran tan malvados como ella. Ahora lo único que le faltaba era inventarles una religión.