/ viernes 7 de abril de 2023

La voz del cácaro | Yo soy el “Quiebraley”

Entre Ciudad Hidalgo, Chiapas y Nogales, Sonora hay un poco más de mil seiscientos kilómetros. Recorrer ese trayecto para un migrante, que lo que busca es llegar a Estados Unidos, es como caminar con una granada en la cabeza, como hacer malabares sobre la cuerda floja. Un descuido, una mala decisión, un mal paso, pueden ser fatales. Y aun si se tiene la fortuna de llegar a salvo hasta la frontera del norte, las probabilidades de que todo salga mal son grandes. Si la posesión más valiosa que puede tener un ser humano es su propia vida, ¿qué pasa cuando esa vida no vale nada?

Nunca había visto un desierto. Así debe ser el purgatorio. Un lugar donde no hay nada más que arena. Toneladas de arena y cielo. El sol sobre mi cabeza quema, el sudor salado que escurre por mi frente me hiere los ojos, me los abrasa. Tomo un trago de agua, no ha pasado ni un minuto y ya tengo sed otra vez. ¿Y si el pollero no viene por mí? Tiene que venir, traigo siete kilos de perico en mi mochila. Ni modo que no venga. ¿Y si aparece la Border Patrol…?

Cinco días antes. Los burdeles de este pueblo no son como los que sacan en las series de televisión. Estos se están cayendo a pedazos y huelen rancio, a orines y a sexo. Eso sí, las muchachas son pura calidad. Aunque se marchitan rápido. Aquí en la frontera del sur empiezan a los once años, y a los veinte ya están viejas. ¿Cómo llegué a Ciudad Hidalgo? Como llegan todos, y todas, huyendo de algo o de alguien. Unos vienen huyendo de la pobreza o de los narcos, o de quién sabe qué, yo vengo huyendo de todos esos manes a los que les hice daño. Algunos ya no están vivos. Eso sí, que quede claro, yo nunca me he cargado a un man que no lo mereciera.

¿Dónde quedará Nogales? ¡La concha de su madre! Dicen que está en medio de un desierto. ¿Cómo será un desierto? Como sea, tengo que llegar allá. Y de ahí hasta Oregon. Tampoco tengo ni la más puñetera idea de dónde queda eso. Ahí viene el tren, la bestia, recortado contra el cielo azul. Es enorme. Viene deslizándose sobre las vías haciendo chirriar el metal. “Vámonos”, grita uno. “Agárrense”, exclama otro de piel morena y sudorosa por el calor. No sé de dónde salió tanta raza, pero de pronto somos “un chingo”, como dicen los mexicanos. Apenas y cabemos en el techo del vagón.

No han aparecido los de la Guardia Nacional ni los de migración. Esos son los más mierdas, los más ratas. Si te pillan, te quitan todo y te venden a los narcos. Y luego ésos van y llaman a tu familia y le piden un rescate. Aquí todos ganan. Un mexicano siempre halla la forma de joderse al que viene de afuera. El mexicano te cobra derecho de piso. Nadie pasa por aquí sin pagar su cuota. Y el que no la paga, ya no regresa.

Yo no creo mucho en Dios, pero aquí te tienes que aferrar a algo. A lo que sea. ¡Cómo nos vieron la cara los mexicanos! Hasta visa nos prometió López Obrador. Hasta seguro médico nos iba a dar. Y terminó de policía de los gringos, obedeciendo sus órdenes, persiguiéndonos. Somos carne de cañón. Llegamos a Ciudad de México como a las cuatro de la mañana. Jamás he tenido tanto frío en mi vida. Pude haberme quedado allá. ¿Pero para qué? Si voy a trabajar para alguien, que sea para los gringos. Esos pagan doce dólares la hora.

El pollero es un man grande y tripudo, como un chancho. Le dicen el Buches. Acá en Nogales hay muchos como ese man. Te cobran tres mil dólares por pasarte al otro lado y arrimarte hasta Los Ángeles. ¿Y de dónde iba yo a sacar tres mil dólares? Ni juntando todo lo que me robé en Managua. Si nomás me quedan unos pesos para almorzar. ¿Y qué más puede hacer uno? Hay que seguírsela rifando. Por eso cuando el Buches me dijo que me arrimaban hasta Los Ángeles si les ayudaba a pasar la merca, dije que sí. Total, si me tuercen, no sería la primera vez que entro a una prisión.

¿Cuánto valdrán siete kilos de perico? Mucha plata. ¿Qué haría yo con tanta platita? Lo primero, le compraba una casita a mis viejos. Y luego me compraba una motocicleta. Una Honda. Estoy cansado. Mucho. Tomo agua y sigo teniendo sed. Las piernas las siento como si fueran hilachos. Es esa sensación de que no querer moverte, una sensación plácida, de letargo. Cierro los ojos y el disco del sol permanece fijo en mi mente. Los abro y el sol sigue ahí, rabioso, inmóvil. Debo llevar más de tres horas debajo de este mezquite, y la gente del Buches no aparece. ¿Qué no van a venir por su merca? ¡Son siete kilos de perico! ¿O ya vinieron? Tal vez, y no me di cuenta. No, eso no puede ser.

Dicen que todo está en nuestra cabeza, que somos nuestros pensamientos. Vuelvo a cerrar los ojos. El sol se ha borrado de mi mente. Ahora sólo hay cielo. Un cielo radiante, infinito. Desde lo alto puedo ver a un hombre, se ve pequeñito, inofensivo, está debajo de un mezquite echado sobre su costado derecho con las piernas recogidas. Y junto hay una mochila. No puedo distinguirle la cara… ¡Ahí está la guayín negra! ¡Por fin! ¡Es la gente del Buches! Se bajan dos sombrerudos. Uno se arrima al hombre y le esculca los bolsillos. El otro ni siquiera se acerca, simplemente coge la mochila. Los dos vuelven a la guayín y se alejan levantando una polvadera. ¿Y yo? ¿Y el hombre aquél? Ya no quiero ir tan lejos, hasta Oregon. Sólo quiero quedarme junto al hombre. ¿Será que ese compa ya está muerto y no le han avisado?

Entre Ciudad Hidalgo, Chiapas y Nogales, Sonora hay un poco más de mil seiscientos kilómetros. Recorrer ese trayecto para un migrante, que lo que busca es llegar a Estados Unidos, es como caminar con una granada en la cabeza, como hacer malabares sobre la cuerda floja. Un descuido, una mala decisión, un mal paso, pueden ser fatales. Y aun si se tiene la fortuna de llegar a salvo hasta la frontera del norte, las probabilidades de que todo salga mal son grandes. Si la posesión más valiosa que puede tener un ser humano es su propia vida, ¿qué pasa cuando esa vida no vale nada?

Nunca había visto un desierto. Así debe ser el purgatorio. Un lugar donde no hay nada más que arena. Toneladas de arena y cielo. El sol sobre mi cabeza quema, el sudor salado que escurre por mi frente me hiere los ojos, me los abrasa. Tomo un trago de agua, no ha pasado ni un minuto y ya tengo sed otra vez. ¿Y si el pollero no viene por mí? Tiene que venir, traigo siete kilos de perico en mi mochila. Ni modo que no venga. ¿Y si aparece la Border Patrol…?

Cinco días antes. Los burdeles de este pueblo no son como los que sacan en las series de televisión. Estos se están cayendo a pedazos y huelen rancio, a orines y a sexo. Eso sí, las muchachas son pura calidad. Aunque se marchitan rápido. Aquí en la frontera del sur empiezan a los once años, y a los veinte ya están viejas. ¿Cómo llegué a Ciudad Hidalgo? Como llegan todos, y todas, huyendo de algo o de alguien. Unos vienen huyendo de la pobreza o de los narcos, o de quién sabe qué, yo vengo huyendo de todos esos manes a los que les hice daño. Algunos ya no están vivos. Eso sí, que quede claro, yo nunca me he cargado a un man que no lo mereciera.

¿Dónde quedará Nogales? ¡La concha de su madre! Dicen que está en medio de un desierto. ¿Cómo será un desierto? Como sea, tengo que llegar allá. Y de ahí hasta Oregon. Tampoco tengo ni la más puñetera idea de dónde queda eso. Ahí viene el tren, la bestia, recortado contra el cielo azul. Es enorme. Viene deslizándose sobre las vías haciendo chirriar el metal. “Vámonos”, grita uno. “Agárrense”, exclama otro de piel morena y sudorosa por el calor. No sé de dónde salió tanta raza, pero de pronto somos “un chingo”, como dicen los mexicanos. Apenas y cabemos en el techo del vagón.

No han aparecido los de la Guardia Nacional ni los de migración. Esos son los más mierdas, los más ratas. Si te pillan, te quitan todo y te venden a los narcos. Y luego ésos van y llaman a tu familia y le piden un rescate. Aquí todos ganan. Un mexicano siempre halla la forma de joderse al que viene de afuera. El mexicano te cobra derecho de piso. Nadie pasa por aquí sin pagar su cuota. Y el que no la paga, ya no regresa.

Yo no creo mucho en Dios, pero aquí te tienes que aferrar a algo. A lo que sea. ¡Cómo nos vieron la cara los mexicanos! Hasta visa nos prometió López Obrador. Hasta seguro médico nos iba a dar. Y terminó de policía de los gringos, obedeciendo sus órdenes, persiguiéndonos. Somos carne de cañón. Llegamos a Ciudad de México como a las cuatro de la mañana. Jamás he tenido tanto frío en mi vida. Pude haberme quedado allá. ¿Pero para qué? Si voy a trabajar para alguien, que sea para los gringos. Esos pagan doce dólares la hora.

El pollero es un man grande y tripudo, como un chancho. Le dicen el Buches. Acá en Nogales hay muchos como ese man. Te cobran tres mil dólares por pasarte al otro lado y arrimarte hasta Los Ángeles. ¿Y de dónde iba yo a sacar tres mil dólares? Ni juntando todo lo que me robé en Managua. Si nomás me quedan unos pesos para almorzar. ¿Y qué más puede hacer uno? Hay que seguírsela rifando. Por eso cuando el Buches me dijo que me arrimaban hasta Los Ángeles si les ayudaba a pasar la merca, dije que sí. Total, si me tuercen, no sería la primera vez que entro a una prisión.

¿Cuánto valdrán siete kilos de perico? Mucha plata. ¿Qué haría yo con tanta platita? Lo primero, le compraba una casita a mis viejos. Y luego me compraba una motocicleta. Una Honda. Estoy cansado. Mucho. Tomo agua y sigo teniendo sed. Las piernas las siento como si fueran hilachos. Es esa sensación de que no querer moverte, una sensación plácida, de letargo. Cierro los ojos y el disco del sol permanece fijo en mi mente. Los abro y el sol sigue ahí, rabioso, inmóvil. Debo llevar más de tres horas debajo de este mezquite, y la gente del Buches no aparece. ¿Qué no van a venir por su merca? ¡Son siete kilos de perico! ¿O ya vinieron? Tal vez, y no me di cuenta. No, eso no puede ser.

Dicen que todo está en nuestra cabeza, que somos nuestros pensamientos. Vuelvo a cerrar los ojos. El sol se ha borrado de mi mente. Ahora sólo hay cielo. Un cielo radiante, infinito. Desde lo alto puedo ver a un hombre, se ve pequeñito, inofensivo, está debajo de un mezquite echado sobre su costado derecho con las piernas recogidas. Y junto hay una mochila. No puedo distinguirle la cara… ¡Ahí está la guayín negra! ¡Por fin! ¡Es la gente del Buches! Se bajan dos sombrerudos. Uno se arrima al hombre y le esculca los bolsillos. El otro ni siquiera se acerca, simplemente coge la mochila. Los dos vuelven a la guayín y se alejan levantando una polvadera. ¿Y yo? ¿Y el hombre aquél? Ya no quiero ir tan lejos, hasta Oregon. Sólo quiero quedarme junto al hombre. ¿Será que ese compa ya está muerto y no le han avisado?