En reiteradas ocasiones he hecho referencia, en este espacio, a la gran diversidad de expresiones de violencia que predominan en nuestro país. No hablaré ya, pues, de las cifras de homicidios que colocan a México entre los países más violentos del mundo, ni de la violación de derechos humanos por parte de las autoridades, ni de la perpetrada por la delincuencia organizada: los secuestros, las masacres, los colgados ni los disueltos en ácido.Cuán difícil resulta, a veces, lo más obvio: recordar que esta espiral de violencia no es normal en muchos otros países del planeta. Pero más allá de culpar a los otros, que en efecto son responsables (autoridades y crimen organizado), quiero dirigir la mirada a nosotros mismos: a los ciudadanos.
Hace más de un mes, el 1 de julio de 2022, en Cuautla, Morelos, Margarita Ceceña fue quemada viva por sus familiares a raíz de un pleito presuntamente por una casa. En un video se observa a siete personas, por una calle de terracería, aproximándose a la víctima. Los atacantes son 4 mujeres y 3 hombres. Uno de ellos, que porta un bidón de gasolina, se aleja discretamente del grupo con el propósito de rodear a Margarita. Se trata de su concuño, de nombre Primitivo M., quien la baña en gasolina. Inmediatamente después se escucha a una de las mujeres agresoras gritar: “échale un cerillo, échale un cerillo”. Se escuchan gritos. Margarita suplica ayuda. El hijo de Margarita es quien está grabando, corre quizás en busca de agua, las imágenesse agitan y se vuelven inestables, pero se aprecia el fuego. Margarita murió 3 semanas después, a finales de julio, por las quemaduras de tercer grado en más del 70% de su cuerpo y luego de varios infartos.
Sobre decir que un acontecimiento como este, una vez más, en muchos otros lugares, hubiese sido un escándalo y una indignación nacional. Actos de barbarie como el que sufrió Margaritano son normales. No obstante, en México, este caso trascendió, pero no provocó mayor revuelo como otros.
Utilizo la metáfora de la violencia mexicana como enfermedad porque me parece que captura muy bien el nivel de descomposición social que vivimos. Pero si somos rigurosos, no es atinada:no es una enfermedadni se soluciona administrando alguna “medicina social”. Eso sería simplificar un problema muchísimo más complejo e impidedirigir la mirada hacia nuestro interior.
Los mexicanos deberíamos dejar de vernos a nosotros mismos con tanta condescendencia. Ya he dicho antes –en este mismo espacio– que, por ejemplo, no hay mito más grande en nuestra cultura nacional que el que los mexicanos constituyen una sociedadmuy solidaria. Por el contrario, somos profundamente individualistas. Para comprender y enfrentar nuestros problemas, nos convendría más comenzar a observarnos con mayor rigor y autocrítica.
El autor que mejor podría ayudarnos a comprender el fenómeno de violencia que experimentamos en México es Norbert Elias, un sociólogo alemán del siglo XX. Siguiendo a Weber y a Freud, Norbert Elias sostiene que el proceso civilizatorio del ser humano se ha acelerado en el momento en que el Estado se aseguró el monopolio de la violencia y del cobro de impuestos. El Estado es una de tantas invenciones humanas, sin embargo, su valor específico ha consistido en brindarnos seguridad. Tú y yo renunciamos al ejercicio de la violencia y, en cambio, creamos y depositamos ese monopolio en manos del Estado para que sea él el único legitimado para ejercerla. De acuerdo con Elias, el efecto de ese monopolio no solo es la pacificación de la vida colectiva humana, sino que también se traduce en una moderación de las expresiones de violencia individual que es visible en nuestros hábitos, nuestros modales y nuestra cortesía en el trato entre nosotros. La gran aportación de Elias es la propuesta y demostración de la existencia de esta correlación entre los mecanismos de control externo de comportamiento humano (el Estado) y los mecanismos de autocontrol (la moderación y sofisticación de nuestros hábitos y modales).
La teoría de Elias se orientó a explicar procesos de civilización, como lo demuestra él con la pacificación ocurrida entre la Edad Media y el Renacimiento, pero también sirve para comprender procesos descivilizatorios como sucedió en la Alemania nazi o como sucede actualmente, creo, en México. Nuestro país ha perdido el monopolio de la violencia frente a la delincuencia organizada, ha perdido el control territorial en una inmensa proporción, la ineficacia de las policías es vergonzosa frente al dominio que algunos cárteles imponen, o bien, la impune y más exitosa vigilancia que despliegan sus halcones. Las extorsiones y la normalización del cobro de piso merman el monopolio estatal del cobro de impuestos, el cual redunda, a su vez, en más violencia. Así pues, el debilitamiento del Estado mexicano como mecanismo de dominación centralizada ha acarreado que la violencia se dispare por los cielos. Y la guerra contra el narco equivalió a echar una chispa en ese pajar.
Ahora bien, lo que más me interesa destacar en este texto es que, de forma paralela, un efecto de esta ineficacia del Estado mexicano es que la ciudadanía –atemorizada, bañada en sangre y harta de la impunidad y la inutilidad de las autoridades– ha relajado también, diría Elias, su autocontrol y ha aumentado sus umbrales y sus expresiones de violencia individual. Es decir, no solo el Estado y la delincuencia organizada, sino que un segmento importante de la ciudadanía también es injusto y ha recrudecido su violencia. De ahí que habitualmente veamos en las noticias linchamientos, feminicidios y actos de barbarie como el que sufrió Margarita.
Es una lástima no poder reconocer que los seres humanos (y, por lo tanto, los mexicanos también) son capaces de hacer cosas buenas, pero también cosas atroces. Ahí está la historia. La concepción romántica de Rousseau de que los seres humanos y los pueblos son buenos por naturaleza ha sido muy miope y dañina. El presidente Andrés Manuel López Obrador cree y habla del “pueblo bueno”. El pueblo no es bueno; más bien, es capaz de cosas buenas y malas. Dice también que en el pueblo hay una gran reserva de valores; yo diría que México es un país descompuesto cuya violencia extrema, ejercida por unos y otros, es el reflejo del deterioro social. Creo que el México que el presidente tiene en su cabeza es un país que ya no existe. Recordemos que es un hombre que vivió su infancia en los años 50’s del siglo XX. La gente de entonces, la vida de provincia, el México de colorines, de bailables y zapateados, de mariachis y sones, aglutina nuestra identidad, pero es cada vez más una postal vacacional. Él cree en esos y otros disparates: como los “abrazos, no balazos” y que la violencia es culpa del Nintendo. México es un país horrible y, a la vez bello; es un país marginado y, a la vez, moderno.
Mi visión del pueblo de México y de los gobiernos mexicanos es, en cambio, pesimista. Dada la evidencia, creo que se justifica ese pesimismo y, de hecho, lo extiendo sobre las decisiones futuras que tome el pueblo de México respecto de sus gobernantes. No quiero decir con ello que todas las decisiones sean o vayan a ser malas, eso me haría igual obtuso y miope que el presidente. Pero, en vista de las medidas emprendidas por este gobierno, es poco probable que el país se pacifique. Las cifras de homicidios indican que la violencia se ha estabilizado, es decir, nos encontramos en una meseta de violencia extraordinaria.Como lo he dicho en otras ocasiones, en México, mueren por homicidio unas 3 mil personas al mes, o lo que es, 100 al día, 36 mil al año, mientras que en Japón ocurren 300 homicidios anuales.
Existen algunas ventajas de asumir el deterioro social mexicano. En primer lugar, si este fuese verdad, como creo que lo es, es mejor reconocerlo que engañarse. En segundo lugar, nos situaría en una posición de autocrítica, la cual es la más idónea si deseamos corregir el camino y salvar la vida de muchas de las 36 mil personas que, no lo olvidemos, van a perder la vida por homicidio cada año. México no necesita, en efecto, más golpes al avispero, pero tampoco necesita “abrazos” para los delincuentes. México necesita emplear una violencia selectiva, legítima y estatal, en el marco de las leyes y respetuosa de los derechos de los ciudadanos. Dicho en otras palabras, se requiere recuperar el monopolio de la violencia del Estado. No necesitamos ocurrencias, disparates ni demagogia; necesitamos la intervención del Estado, pero no para salvar a Pemex o a la CFE, ni patrioterismo trasnochado. Necesitamos un Estado implacable para recobrar el control territorial, intolerante ante la presencia de halcones, eficaz al investigar y perseguir feminicidas. Pues solo la reducción de la impunidad provocará en la ciudadanía la reconstrucción de los autocontroles y, por lo tanto, la disminución de las expresiones de violencia individual.