Tokio 2020, con el 20 suspendido en el tiempo, que en pleno 2021 más que un número simboliza un homenaje para el año que nos descubrió más humanos. La inauguración de los Juegos Olímpicos de alguna forma dejó el tono festivo a un costado y aprovechó su fuerza para dar las gracias, a los trabajadores de la salud, por resistir, a los deportistas, por su fuerza, al mundo, por su empeño, y al destino, por esa casualidad tan asombrosa que significa, sobre todo en estos tiempos, coincidir en un mismo lugar.
Separados, pero nunca solos, dicta la sentencia. Las distancias en la vida suelen ser relativas. Las gradas del estadio Olímpico de Tokio estaban vacías, pero la fuerza del olimpismo suele apelar a lo abstracto, es decir, no se ve ni se toca, pero se siente. Los tonos sobrios que proyectaba el juego de luces sobre la planicie del recinto dejaba ver, a través de la noche japonesa, representaciones a la fuerza del espíritu. Deportistas entrenando en soledad de manera incansable para un momento reservado tan solo en la fe, porque nada era claro.
Los organizadores habían anticipado una inauguración sin alardes, más bien solemne, acorde a los tiempos que se viven. Lejos de las ostentosas producciones de otros tiempos, en las que una multitud dibuja las formas del pasado, Japón necesitó poco para mostrarle al mundo los valores más profundos de su pueblo. Al ritmo de canciones populares, bailarines vestidos con los trajes típicos de la región, de haori y de kimono, ensayaron su esencia, el Edo, el antiguo Japón, los carpinteros que con sus manos construyeron un imperio con la fuerza de la madera. Los simbolismos de la ceremonia daban cuenta de un país que ha sabido levantarse de las más grandes tragedias gracias al trabajo incansable de su gente. El mensaje es claro, Tokio está listo, lo ha estado siempre.
SALIO EL SOL
La bandera japonesa avanzaba por la extensión del estadio Olímpico como el sol ardiente que nace del horizonte, representando el alba, la llegada de un nuevo día. El izamiento del lábaro nipón, con el himno de fondo, que en su brevedad apela a un reinado que dure la eternidad, terminó con todo un año de especulaciones y dudas.
Ya con la bandera en todo lo alto, aparecieron los Aros Olímpicos, que en su independencia siempre encuentran la forma de juntarse, como mandara el barón Pierre de Coubertin, en su manifiesto. Hechos de la madera de los árboles que los deportistas sembraron en los Juegos Olímpicos de Tokio 1964, en la historia del fruto y la cosecha, avanzaron lentamente hasta colocarse al centro del estadio Olímpico, ante la ovación de un público imaginario, representado por apenas 950 invitados.
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TIEMPO DE BRILLAR
Después vino el tradicional desfile de las 206 delegaciones, con Grecia a la cabeza, y luego el equipo de refugiados, cuya patria es el deporte. Las naciones que siguieron, en un alarde la diversidad, desfilaron mediante el orden del sistema de escritura japonés. Eran grupos reducidos, para cuidar la distancia. La mayoría de los países tenían dos abanderados, una mujer y un hombre. Ahí la fiesta fue más fiesta y la solemnidad mostrada hasta entonces fue resignificada por la alegría de los deportistas, que a su paso agitaban banderitas con las manos, al ritmo de los tonos épicos de canciones de videojuegos emblemáticos como Mario Bros, Final Fantasy, Dragon Quest y muchos más, como parte importante de la cultura contemporánea.
A diferencia de otros desfiles, México fue de los últimos en hacer su aparición, con la golfista Gaby López y el clavadista Rommel Pacheco sosteniendo alegremente la bandera tricolor, al frente de una delegación que busca, a través del deporte, demostrar que las cosas son posibles si se lucha por ellas.
Ya con los atletas repartidos por la inmensidad del estadio, la noche dio paso al juramento olímpico, bajo un poderoso mensaje de diversidad de las culturas y las maneras de pensar, donde el emblema de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 se elevó al cielo, y en formas de luces que alumbraban la noche, se convirtió en un mundo, como metáfora de la unión que el deporte puede lograr, para luego culminar el espectáculo con la canción de Imagine, aquella que John Lennon escribió para inventar mediante la música un lugar mejor, sin discriminación.
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Seiko Hashimoto, presidenta de Tokio 2020 y Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional, enfatizaron en sus discursos el papel del deporte como catalizador, mucho más en tiempos de pandemia, donde había que volver a empezar, como muchas otras veces. Tokio 2020, finalmente, es la luz al final del túnel, la luz, en el país del sol naciente.
«Nos anima mucho el esfuerzo de los deportistas por ir avanzando a pesar de las dificultades. Estoy muy orgullosa de ustedes como atleta», indicó la exciclista y expatinadora, medallista olímpica.
«Hoy es un momento de esperanza. Sí, es muy diferente de lo que todos habíamos imaginado. Pero valoremos este momento porque por fin estamos todos juntos», dijo Bach en su discurso ante los equipos participantes en los Juegos.
Una vez que el emperador Naruhito de Japón declaró formalmente inaugurados los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, el fuego olímpico hizo su aparición. Con su brilló recorrió los rincones del estadio de la mano de grandes deportistas en la historia de Japón, pero también de niños cuyos sueños representan el futuro del deporte. Finalmente, la tenista Naomi Osaka se enfiló hacia una estructura en forma de pirámide, en cuyas entrañas reposaba el pebetero dispuesto a cuidar la flama durante los próximos 16 días. El poder de su brillo es el poder del olimpismo.
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