Culiacán, Sin. - Ya de tardeada íbamos a Culiacán a entregar un paciente al Hospital General. Era un traslado programado y máximo a las ocho ya deberíamos estar de regreso en San Ignacio. El chófer y yo, nada más. El tiempo fue el que esperábamos y, aunque los médicos demoraron más de lo normal en recibir al joven, apenas rondaban las 9 cuando íbamos en carretera a nuestra estación.
El ritmo era normal; sirenas apagadas y con la cautela adecuada para las horas y el camino. A la altura de Quilá vemos que un grupo de personas a la orilla del camino nos hacen algo, miro de reojo a mi compañero y con discreción detiene la marcha.
"Ayúdenos, tenemos un niño herido".
Con cierto recelo volvemos a preguntar qué pasó, era en esos años cuando las cosas en Sinaloa estaban "muy calientes" y, detenerse en medio de la noche a recoger extraños, no era algo recomendable. Pero nosotros somos paramédicos, nuestros valores nos dictan no hacer diferencias en las emergencias.
Me bajo y sí, un niño con el rostro lleno de sangre está tendido junto a un pequeño barranco, a un lado, un hombre de edad indefinida que resultó ser su padre también presentaba las mismas características. Si, un automóvil se desvió y fue a dar al fondo del barranco. Los subo a la ambulancia para atenderlos, aunque sus heridas no representaban un peligro para su vida, si necesitaban atención.
Ya arriba, veo que el padre del niño comienza a ponerse nervioso. Camina de un lado a otro, sin dejarme trabajar. "Nos venían siguiendo" se le escapó decir.
Sigo atendiendo al pequeño de sus heridas, había mucha sangre en su cara tenía que limpiar y suturar, pero no contaba con el equipo necesario para hacerlo. Había que trasladar a Culiacán o Quilá. El hombre se comienza a alterar y me pide que lo atienda a él, ahora con voz más amenazadora. Yo le digo que el niño debería ser prioridad, pero él se levanta la camisa y deja ver una pistola negra y reluciente en su cintura y dice: "sutúrame ya".
Uno sabe que esas situaciones se pueden presentar, pero nunca se está lo suficientemente listo para resolverlas. Volteo y obedezco sus órdenes. Empiezo a atenderlo a él, pero le explico que no tengo el equipo necesario para realizar saturación. El sujeto más desesperado aún me grita que atienda al niño y yo obedezco. Me giró y sigo con el menor. Así, por casi 40 minutos, pasando de un paciente a otro, sin avanzar realmente con ninguno y un potencial ataque por parte del hombre hace que todo sea más difícil.
NOS VIENEN SIGUIENDO
Cuando le repito al sujeto armado que es necesario trasladarlos a Culiacán para la situación se torna un poco más violento y se niega a entender, repite que tengo que atenderlo ahí mismo. El chófer sin saber qué pasa solo pregunta hacia dónde nos dirigimos, yo le digo que siga conduciendo.
"No me pueden llevar a Culiacán, nos vienen siguiendo y si algo nos pasa tú vas a responder", balbuceaba el sujeto.
Al final, logró convencerlo de que lleguemos a Quilá para que sean atendidos, pues el menor no paraba de sangrar. El sujeto vuelve a repetir que, si van por ellos, él iría por mí.
Cuando bajamos para entregar al niño a los médicos de la subestación de Quila, no alcanzó a decir nada pues el hombre estaba parado frente a mí tocando el arma por encima de su camisa. Me retiro y solo unos kilómetros después empiezo a llorar, toda la adrenalina y presión baja y mi cuerpo se desvanece en lágrimas. Jamás supe que pasó en la subestación, jamás pregunté y no volví a escuchar nada sobre aquel sujeto y su hijo, son de esas historias que crees que no pasaron, pero siguen estando presentes cuando suena la chicharra.
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