Culiacán, Sin.- Las principales calles de la capital se quedaron vacías, escuetas y silentes. El Covid-19 continúa causando estragos a nivel global y aquí todavía hay quien dice que es un invento, que es una mentira.
Los pasos se oyen a calles de distancia, los pichones ahora protagonistas del recital urbano inundan con su vulgar canto y silbido las esquinas donde antes rugían los motores del camión. Una bocina al fondo de la Ángel Flores anuncia los últimos descuentos en paracetamol, nadie lo escucha.
En Culiacán los muertos se nos amontonan, como siempre, pero ahora es por un virus chino invisible, aterrador y al parecer invencible. Las autoridades tardías y pretenciosas, actuaron cuando los números superaron su discurso, la sociedad; la que puede se queda, la que no, lucha.
La otra cara, la de la desigualdad. La de la cuarentena clasista. Es la del trabajador o trabajadora que si no sale, se muere y no de Coronavirus; de hambre. Esa que con el miedo atorado en el cuello se levanta más temprano para tomar un camión que no pasa, ir aguantando la respiración para llegar a un empleo obligado, indiferente y sin escrúpulos.
Imposible ser absoluto en una ciudad desigual y mezquina. La ciudad está en silencio, porque tiene miedo y porque está sola. Camus lo explicó en La Peste, que las peores pandemias no son biológicas, sino morales. La contradicción es clara y abusiva: si no te quedas en casa eres mal ciudadano. Pero ¿no tienes que comer? Ni modo, arréglatelas. No salgo de casa y juzgo enérgicamente a quien lo hace, pero estallo en furia si el repartidor no llega a tiempo con mi comida.
Culiacán sobresale otra vez, por cuestiones más negativas. Siendo un foco de infección, despuntando en contagios y muertes. Y las cifras que nadie cuenta son las de la epidemia moral, para esa no hay vacuna.
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