El profe Cruz Hernández Fermín se despidió de esta vida un sábado muy temprano, un día antes de cumplir sus primeros 38 años en Recoveco y un mes antes de cumplir 21 años con el festival Gabriel García Marquez en ese plantel bachillerato que ahora lleva su impronta.
Murió en su casa a las 4 de la madrugada, rodeado de sus seres queridos, sin terminar aquel gran pendiente de refundar su Macondo personal en el corazón del valle agrícola de Sinaloa.
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“Ya tengo los planos de la casa de los Márquez Iguarán que está en Aracataca (Colombia)”, me contó la última vez que lo vi, aquel 6 de marzo de 2022 en que le tocó encabezar el festival cultural en el Colegio de Bachillerato Tecnológico 133 (CBTA).
Aquel día era el cumpleaños número 95 del escritor colombiano, premio Nobel de Literatura, y fue la oportunidad de retomar viejas conversaciones sobre el maestro, como le gustaba llamar al Gabo.
“Para mí es el maestro, no me atrevo a decirle así, pero sé que muchos le llaman Gabo porque lo quieren mucho, porque queremos mucho sus libros”, me dijo.
La historia
El profe Cruz llegó a Recoveco un 5 de febrero de 1985, proveniente de la huasteca veracruzana. Tenía apenas 20 años de edad y era un joven agrónomo que no sabía que esperar en un pueblo polvoriento como el que caminaba por primera vez, arrastrando una maleta.
Ahí hizo su vida, se casó, tuvo dos hijos, enseñó temas de agricultura y zootecnia a muchas generaciones de chamacos, pero a la par de las clases formales, el profe se adentró en los médanos de la literatura de García Márquez, con sus años de soledad, sus macondos, sus melquiades, las batallas perdidas del coronel Aureliano Buendía, los amores desesperados de Florentino Ariza y Fermina Daza, y un sinfín de muertes anunciadas.
De tanto hablar del Gabo, terminó creando con sus alumnos el club de lectura La Hojarasca, el nombre de la primera novela del Nobel, y luego hizo un festival cada año en marzo, para festejar el cumpleaños de Gabriel, y luego lecturas maratónicas de su obra más emblemática: “Cien años de Soledad”.
Así, bajo el pretexto de mostrarle al Gabo lo fanático que podían ser de su obra, el profe se le fue acercando hasta fraguar una amistad que muy pocos lograron. De esto me enteré mucho tiempo después, cuando Cruz Hernández me relató la vez que visitó al escritor en su casa de Ciudad de México.
Era como pasar de la ficción a la realidad, un profesor de bachillerato en un pueblo perdido de la geografía mexicana, que le dio por comprar con los ahorros de toda su vida un pedazo de tierra enmontada para construir poco a poco su Macondo personal.
Macondo
Muchas veces nos invitó a pasar un día en Macondo. Se trataba de unas 80 hectáreas de selva baja caducifolia que se extienden por el kilómetro 50 de la carretera La Costera, en ese triángulo que forma Mocorito, Navolato y Angostura.
En la entrada el profe mandó poner un letrero como en la novela después de la fiebre del insomnio: “Bienvenidos a Macondo. Dios existe”. Y ese día que lo vi, me contó que estaba construyendo un trenecito de ladrillo y cemento, además que su plan más ambicioso era edificar la réplica de la casa de los abuelos del Gabo en Aracataca, recreada de manera literaria en “Cien años de Soledad”.
Ignoro si terminó el tren. De lo que sí estoy seguro, es que la casa se quedó en proyecto, porque era algo que superaba cualquier modesto presupuesto que el profe pudiera tener. Además, llevaba una vida muy modesta y tranquila. Me dijo que no cambiaba su camioneta vieja en la que se iba seguido a Macondo y se pensaba morir vistiendo sus eternas camisas y pantalones de mezclilla azul.
“Vamos a Macondo, llévate a Juan Veledíaz, hace mucho que no lo veo”, me decía a cada rato, porque el profe me enviaba continuamente artículos, videos o imágenes sobre García Márquez y su obra por el WhatsApp.
Para él, sospecho, todo giraba en torno a la ficción garciamarquiana. Cuando murió la Reina Isabel de Inglaterra, me envió la frase: “Le irán a hacer los magníficos funerales de la Mamá Grande”, le escribió.
Una noche, meses después de vernos en Recoveco, pasamos de los mensajes a la llamada telefónica. Hablamos largamente de nuestros viajes a Colombia, nuestros pasos por Cartagena: “Ah, debiste conocer el barrio de Getsemaní”, me dijo. Claro, profe, y vagué por toda la muralla y las plazas con un libro de “El amor en los tiempos del cólera” tratando de imaginar los pasos de los personajes.
Recordó entonces que él acompañó a la familia del Gabo a depositar sus cenizas en el Claustro de la Merced, y su voz se ensombreció. Casi a medianoche, le confesé que todo ese tiempo estuve bebiendo mientras platicaba con él. “Yo también me echo unas”, soltó.
Aquella noche fue la última que hablé con él en tiempo y forma, quedamos en intercambiar libros de ensayo sobre el maestro, y mi visita a Macondo, Recoveco, se quedó pendiente, enredada entre tanta cotidianidad y tantos compromisos inventados en Culiacán. No le quise confesar que yo era un modesto garciamarquiano que vivía en el anonimato y que no sabía con tanta intensidad imaginaba aquel reino que él construía a golpe de esfuerzo. Durante su funeral no quise ir a ver su cuerpo en el féretro, para pensar que sigue vivo.
Supe que sus cenizas serían depositadas en su Macondo. Ahí vivirá para siempre entre cardones, mariposas y lluvias de agosto.