Culiacán, Sin.- Una tumba une sus almas y sus sufrimientos. No saben quién está enterrado ahí, pero con el solo hecho de visitarla, mitigan un poco su dolor de no saber nada del ser que un día se perdió y que hasta la fecha no saben dónde está.
Son padres con hijos desaparecidos que domingo a domingo visitan el Panteón 21 de Marzo, donde están sepultados 627 cuerpos o restos de personas no identificadas en los últimos 10 años, y que nadie, o por lo menos casi nadie, ni por curiosidad se acerca a esas cruces rústicas, mal hechas, sin nombre algunas, solo con las tres letras del abecedario y fechas garabateadas, no más, ni siquiera un pequeño montículo de tierra.
Pese al calor infernal que se siente cerca de las 10 de la mañana, sopla un viento que hace remolino con la tierra suelta, como queriendo desenterrar a esos seres desconocidos y llevarlos con sus familiares.
Al llegar, a un costado del panteón, se pueden observar cientos de tumbas olvidadas, sin alguna identificación; hasta ahí llega el manejo final de restos humanos que son depositados en panteones oficiales, pero que de acuerdo con números que tienen las cruces, en un momento dado, después de estudios genéticos pudiera ser rescatado algún cadáver por sus familiares.
DOLOROSO PEREGRINAR
Julio Camacho, es un hombre solitario desde el día que perdió a su hijo. Su esposa lo abandonó en Jalisco, a raíz de la desaparición de su hijo. Después de buscarlo por años, se vino a refugiar a la ciudad de Culiacán con una hermana y desde entonces, no deja de ir a visitar las fosas comunes.
Tengo amigos imaginarios, platico con ellos, es más a uno de ellos, lo adopté como mi hijo, le platico, parece que me escucha.
Julio Camacho
Explica que acude a las fosas comunes, porque así como esos seres humanos que están enterrados ahí y que su familia no sabe su destino, así puede estar su hijo enterrado y abandonado en cualquier lugar del país.
“En un lugar, quizá peor que éste, donde ni siquiera su padre puede ir a platicar con él, por eso mi conversación con ese ser que está enterrado en la 3-B-10-23 y que ni siquiera sé si es hombre o mujer, pero mi ser se ha fusionado al suyo, es como si platicara con mi Eduardo”, dice.
Doña Guillermina Plascencia, al igual que don Julio, vive el mismo calvario y como todos los domingos desde que perdió a su hijo, con su alma enlutada, ahora con las rodillas que apenas la sostienen, camina lentamente, conoce el camino, donde a duras penas llega a una tumba, la que sea, porque para ella, todas son sagradas.
Sin ver el sepulcro donde se aposenta, porque como ella misma dice, no es dueña de una tumba, pero las hace suyas a la vez, saca su rosario y empieza a orar.
La tierra agreste, cruces desvencijadas sin nombre, solo números dan cuenta que ahí yacen dos o tres cadáveres, sin que nadie los recuerde, porque aparentemente no tienen familia… son totalmente desconocidos.
Y ahí llegan familiares también desconocidos para esos muertos que descansan en este lugar. Parecen fantasmas que se aparecen todos los domingos, días festivos.
Con la mirada ausente, hacen una parada, se detienen a orar, luego en otra y así hasta que cumplen el ritual para volver el otro domingo.
BUSCANDO A MANOELLA
Manuelita, es otra madre que también acude al panteón, pero, ella, a diferencia de los demás está ahí para cumplir una manda “rezarle y mandarles a hacer misa a fulano o zutano, yo le pongo el nombre que quiera al difunto que está debajo de estas feas cruces, todo para ver si un día Dios se apiada de mí y me regresa a mi hija viva”.
Se detiene en la que sea, qué más da, suelta un rezo, se santigua y nuevamente camina lentamente, de manera salteada, llega a otra cruz que se está cayendo y otra vez el responso fúnebre.
El ritual ha sido desde hace años, después de que perdió a su hija y desde entonces, no ha dejado de ir al panteón, ni de decirle diariamente una misa a cada uno de los ahí sepultados.
Llevo un registro de las tumbas, si hay en una tumba cuatro enterrados, estos cuatro tienen nombres diferentes, así voy repasando cada tumba que tiene su numeración, es más ya las conozco todas. Platico con ellos, les pido que me ayuden a encontrar a mi Manoella, ahorita tendría 30 años, me la desaparecieron hace veinte años.
Ahora la devoción de estos “fantasmas” es llegar a las fosas comunes y orar “por sus hijos y por los que están aquí y que sus familias no lo saben”.
Ellos encarnan el vivo retrato de las cientos de madres y padres que buscan afanosamente a sus hijos, porque en Sinaloa ya se está haciendo común y se ha perdido el asombro de ver y saber que Sinaloa ocupa el primer lugar de desaparecidos en el país.
Tienen la esperanza de que sus hijos, algún día regresen a casa, pero mientras eso sucede se alimentan de la oración, la esperanza y de visitar “a miles de hijos que están aquí bajo esas negras cruces”.
La letanía es larga, como larga es la fila de cruces negras que hablan del triste destino que les tocó a los que ahí reposan, sean jóvenes, adultos o mujeres y que los pocos que los visitan haga frío o calor con el Dios te Salve María… y el responso. “Descansen en paz…” , brota la esperanza de que pronto se construyan los tres cementerios forenses que ha prometido el gobierno federal para acabar con las condiciones inhumanas en que fueron sepultados los restos de personas asesinadas, no identificadas, o encontradas en fosas clandestinas.