Culiacán, Sin. - Ocho días después, todavía quedan las huellas de la barbarie, las cenizas del fuego que consumieron sus pequeños cuerpos de adolescentes, entre ramas retorcidas y espinas de un pequeño arbusto.
Alguien vino hasta el final de este camino en el ejido El Huizache, al sur de Culiacán, y dejó unas flores para Andrea y Brenda, un globo con sus nombres, un “siempre te recordaremos con amor” y una cruz formada con piedras: cenotafio que parece decir que la precariedad es constante más allá de la muerte.
Aquí, la madrugada del 2 de septiembre pasado, una camioneta aparcó al lado del potrero, y abandonó los cuerpos de las jovencitas. Les prendieron fuego, como si con ello intentaran borrar la infamia de sus feminicidios.
El primer vecino que pasó, un anciano del pueblo, vio los pequeños cuerpos en llamas. Su primer instinto fue echarles agua, no quería verlas quemarse por completo.
“No lo haga”, le advirtió otro vecino que llegó al camino corriendo: “Podrían dañar la escena del crimen y a lo mejor le caen problemas”.
“Es que el señor dijo que le dolió ver cómo las pobres niñas se estaban quemando”, relata una comerciante del lugar. Dicen que nadie los vio llegar a los responsables, mucho menos irse. Aprovechan las sombras, la soledad. El fuego terminó por apagarse, las cintas policiales se cayeron, los rastros en forma de cenizas permanecen a pesar de las lluvias de días después.
En los territorios del sur de la ciudad, en esa zona donde el monte se confunde con la incesante actividad humana de construcción, la muerte encontró un lugar propio: basureros clandestinos y caminos solitarios donde los grupos armados arrojan a sus víctimas.
A un lado y otro del camino, mientras se circula por la nueva carretera que el gobernador Quirino Ordaz Coppel mandó a construirle a los militares de la base de El Saúz, en Costa Rica, se levantan los cenotafios.
“Son tantos que uno pierde la cuenta”, refiere la mujer. Pasa una patrulla de la Policía Municipal, respira, dice de manera disimulada:
“Es la primera patrulla que veo pasar a esta hora en meses”.
EL MIEDO ACECHA
Hace unos meses, cuando todavía había clases presenciales, su hijo se dirigía a la secundaria y tropezó con la muerte, ahí afuerita de El Huizache, un pueblo que se encuentra a unos kilómetros al sur de El Ranchito, y la carretera La Costerita.
“Mi hijo se regresa el camino y me dice: mamá hay un muerto tirado”, cuenta la mujer, mientras la mañana avanza.
Recuerda que hace años, en El Huizache se podía vivir y dormir de manera tranquila, no tenían miedo. Hoy en día, salir a deshoras por las noches es entrar en un territorio marcado por el temor a los malos.
“La muerte de las niñas que quemaron nos dejó muy mal como comunidad, yo nunca había visto algo así”, dice con tristeza.
La mujer sabe que la carretera y sus brechas adyacentes son acechadas por hombres en vehículos sospechosos, y que aprovechan el manto de la madrugada para deshacerse de sus víctimas.
Es impresionante circular e ir contando esas tumbas sin nadie, que en esta parte del país representa fielmente la cultura de la muerte: adornar el cenotafio, aunque sea de una manera humilde, para recordar que en ese punto encontró su destino final.
Justo al inicio de esta carretera que va hacia la base militar, cuyos elementos nunca han contrarrestado la matanza, el gobierno de Quirino Ordaz mandó poner su monolito de concreto del “Puro Sinaloa”, el cual luce perforado por las balas. ¿Puro Sinaloa o Puras Balas?
CLANDESTINO Y PRIMAVERAL
Cerca de este punto, se encuentra un basurero clandestino. Hace unos meses, se dio a conocer un video de unos hombres arrojando el cadáver de un joven en el lugar… Horas después, el cuerpo fue encontrado por el grupo de buscadoras de desaparecidos, Sabuesos Guerreras A.C.
“Por ahí el camino de la barda de piedra tiran muchos cuerpos, la cantidad de personas que han ido a echar ahí, ya da miedo andar por esos lugares”, relata la mujer.
De El Huizache pueden verse los grandes muros que los Coppel han levantado para delimitar su territorio, esa franja de grandes residencias fastuosas que contrastan con la pobreza de sus alrededores.
Del otro lado de La Primavera, por el camino que conduce al mismo dique, los cenotafios, al largo de los años, han invadido las orillas.
Adentrarse al camino de terracería, ahora enverdecido por las escasas lluvias de la temporada, es también contar estas tumbas que la memoria de las familias erige.
Algunos han sido adornados con flores, en otros, la fotografía de la persona en vida exalta una frase de resignación y esperanza. “El paraíso existe y un día nos veremos”. “El Señor me llamó a su regazo”.
Son historias apenas visibles, apenas recordadas: el policía que fue dejado martirizado, el joven al que sus asesinos, para criminalizarlo, le dejaron un narco mensaje. Ya nada de esto hay. Sólo el pequeño monumento funerario, la cruz demudada, cuyas letras se han ido desvaneciendo con el paso de los años, destruidas por la intemperie.
En los territorios de la muerte, de este Culiacán de las orillas del sur, sus parajes revelan estas historias que se niegan a ser olvidadas, y que permanecen ahí, siempre repetidas, muchas de ellas seguramente sin esclarecerse.
Otras tantas, quizá, a diferencia de a quien sí le dieron la oportunidad de despedirse, de tener un cuerpo que sepultar, siguen por ahí, en fosas clandestinas que se niegan a brotar y que, de vez en cuando, cuando a algún colectivo le da por escarbar, se rebelan como testigos de una violencia endémica, que ha marcado a toda una generación sinaloense.
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